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EPISODIO OCHO

  • losusados
  • 26 may 2017
  • 7 Min. de lectura

La escalera parecía no terminar más. Noté que Adolfo seguía con su bolsito negro en una mano. Llevaba a Silvani tan pegado a su cuerpo que no veía su otro brazo, o si andaba todavía con el arma desenfundada. Me apresó el calor apenas pisamos suelo firme. La marea humana nos empujaba automáticamente hacia las ventanillas.

_ Sacá tres. Yo me quedo con este por acá.

Me cagó. Sin decir nada saqué los pocos pesos que me quedaban y me puse en la cola. Pasaba más y más gente. Me puse en punta de pié para ver mejor la entrada y efectivamente vi lo que temía ver. Hombres de Legión. Al parecer no nos habían visto. Le chiflé lo más masculinamente posible a mi tío, éste giró la cabeza y me hizo que sí, que ya los tenia junados. Retenía a Silvani de espaldas mirando hacia la pared, sujeto de la nuca mientras parecía sólo un abrazo afectuoso. Faltaban cuatro personas para mi turno. Volví a mirar, eran tres, se abrieron en abanico para cubrir todo el lugar. Por suerte cada vez entraba más gente. Tanta que al intentar ubicar a mi tío no pude, como si se lo hubiese llevado la corriente ¿Debía preocuparme? Faltaban dos, ya casi estaba. Uno de los de Legión se me acercaba de frente, dos mochileros urbanos lo retuvieron unos segundos al elegir ambos la misma arteria que nacía en la escalera y llegaba hasta el sector de los molinetes. Otro empujaba gente hacia el costado, para cubrir el otro sector de la estación y el tercero se quedó parado junto a una máquina expendedora de algo, esas que o nunca funcionan o nunca recargan. Llegó mi turno al fin en la boletería y a través de un cristal lleno de avisos me miraba un hombre encerrado.

_ Deme tres, por favor.

El hombre encerrado me dio los tres boletos inmediatamente, ya entrenado en el arte de la velocidad me arrojó el vuelto a través de la ranura que había en el vidrio, era como una boca triste, muerta y desdentada. Busque a mi tío y nada. Opte por seguir normalmente con la conducta subterránea de cualquier viajante de subte. Con mi mejor cara de boludo caminé hacia los molinetes. Del mundo exterior llegaba gente alborotada y gritando. Buscando un lugar seguro, sin imaginar que los causantes de todo ese quilombo arriba ya estaban ahí abajo. Éramos un peligro latente. Yo no en realidad. Yo sólo era un testigo. Correr, esconderse, y escribir eran mi Santísima Trinidad. La historia venía regada de balas de plomo. Las de verdad. Las que mataban. Las que atravesaban los sueños y los volvían sangre y dolor. Ahora que tengo una reposando en el interior de mi abdomen sé lo que se siente. Mucho dolor. Y mucha bronca. Cómo algo tan pequeño podía empujarnos al final. La odiaba, ahí quemando los órganos que me mantenían vivo. Hasta que digan basta. Y yo deje de existir. Cómo algo tan terrible acontecía de forma tan natural y sencilla me llenaba de furia. Estoy muriendo. Y el mundo no se detiene por ello. Soy uno más de esos insignificantes seres que pasan por ahí sin pena ni gloria. Sosteniendo el carril de los días cotidianos. Uno tras otro sin saber por qué. ¿Qué me llevo? A mi abuela. Su piel plegada en mil arrugas que sonreía al verme como nunca nadie me sonrió. A pesar de su próximo final mi presencia era para ella como el mejor remedio a todo. Nunca la escuche quejarse por la vida de mierda que tuvo, toda su juventud lavando ropa de otros, sirviendo como una esclava a un marido malhumorado y alcohólico que nunca fue capaz siquiera de darle las gracias por haberlo protegido toda una vida. Desde los primeros mates de la mañana hasta las medias de cada día. Nunca tuvo que pedir nada. El muy hijo de puta no se merecía una mujer así. Me dijeron que se fue de este mundo con una sonrisa. Entiendo por qué. Un abrazo suyo era amor puro. No existía nada mejor.

Estaba por llegar a los molinetes cuando Adolfo se suma a la cola delante de mí, con Silvani todavía del brazo. El que estaba atrás en la fila me miró mal. Por dejarlos colarse.

_Estamos rodeados.- Adolfo pronunció esas palabras con la misma tranquilidad que podía darte la hora.

_ ¿Entonces?

_ Entonces pasamos hasta los subtes y nos vamos… ¿sacaste?

_ Si, para los tres.

_ Pasá con la cabeza gacha que debe haber una cámara filmando.

Ser discretos a esta altura era casi gracioso.

Silvani era todo expresión de odio, su rostro era un mapa de maldad que conducía a lugares oscuros y dolorosos.

_ Van a encontrarnos. Nos dedicamos a ello. Dogo, ya estas grande para disparar a ciegas, si supieras a que le estas pegando otra seria la canción.

_ Cantame esa canción nomas, si la sé te acompaño.

_ Por favor- Interrumpí.- si están hablando en clave no hay problema, pero si se van a poner a cantar preferiría alejarme uno pasos. E irme por mi cuenta, me parece un buen plan. Ponemos un punto de encuentro y nos vemos mas tarde.

_ Es demasiado peligroso que nos separemos. Podrían ir por vos. ¿Que podrías hacer contra eso?

Mierda. Una pileta enorme, gigante llena de mierda. Y yo sumergido en ella. Hasta el cuello de mierda.

Pasamos los molinetes entre la muchedumbre. Nadie parecía notar que mi tío llevaba a Silvani casi abrazado. Había tan poco espacio que parecería normal. Los hombres de Legión se acercaban hasta que uno pareció identificarnos entre miles de cabezas. Tomó el radio y comenzó a dar creo la voz de alarma. A los otros dos no lo veía, pero seguro ahora tenían un rumbo fijo: nosotros. Avanzábamos por el andén empujando cuerpos como si fuera nuestro derecho poder hacerlo. Lo increíble era que nadie decía nada, acostumbrados a los maltratos de la vida sólo se inclinaban a nuestro pasar como juncos secos en una sucia laguna. El subte se acercaba bramando en el interior del túnel. Pero si lo tomábamos seguro nos esperarían en la siguiente estación. No era una buena idea.

_ Ahí viene, ¿qué hacemos? ¿Nos subimos?

_ No, vamos a volver hacia la salida, estate atento.

_ ¿Y éste? – Señale a Silvani como si fuera sólo una carga molesta.

_ Lo vamos a tener que dejar.- Adolfo sacó su arma y se apoyó la punta en la pierna del susodicho.- Pero antes hablá, Castro los cagó en algo, por eso lo mataron.

_ ¿Querés terminar como él?

_Quiero saber que fue lo que descubrió.

_ Dispará. Pero matame.

_ No te preocupes, lo voy a hacer, pero antes decime porqué lo mataron.

_ Dogo, no le demos más vueltas, no estoy autorizado, si querés pateá la puerta, no te voy a abrir.

_ Pensé que ibas a serme de utilidad.

_ ¿Utilidad? En esta trama todos somos de utilidad Dogo.

Luego, resignado apretó el gatillo. A pesar de la incomodidad pude ver como el pantalón de Silvani, se hinchaba y brotaba en sangre, se sujetó la herida y cayó hacia un costado. La gente se apartó pero a decir verdad con el ruido del subte el disparo apenas se escuchó. Adolfo guardó su arma mientras empujó a Silvani con su pierna derecha, para que cayera hacia otro lado. Los que estaban a nuestro alrededor hacían lo mismo, se lo sacaban de encima para poder subir al vagón, asfixiante vagón que los llevaría a ningún lado como siempre. Abrió su bolso negro y sacó lo que parecía una lata gris. Con algunas letras negras. ¿Era lo que yo creía? Metió su grueso dedo en un seguro tipo argolla, como las bombas de humo, las granadas, me miró y tiró de él. Luego dejó caer la lata. Fue tan sólo un instante. Di tres pasos como pude y comenzó el pandemonio. Escuche el silbido grave que emitía la granada lacrimógena. El humo comenzó a ganar terreno rápidamente. Gritos. Empujones. Éramos japoneses escapando de Hiroshima. Puse mi mano sobre el hombro de mi tío para no perderlo en la estampida. Algunos corrían hacia lo vagones del subte, otros decidieron, por si el humo era sólo el anticipo de un hecho más grave, correr hacia la salida. Nosotros estábamos en ese grupo, a los empujones, tratando de pasar desapercibidos ante los hombres de Legión. Me ardían los ojos y la garganta. Silvani había quedado atrapado por el humo. La última imagen que tuve de él fue cuando al ver como cojeaba, una persona mayor intentaba ayudarlo a huir de la nube blanca y toxica. Un policía de azul sacó su arma por las dudas y apuntó hacia el techo, con el otro brazo señalaba la salida. Al pasar por su lado. Adolfo le advierte con tono acusador y criollo:

_ Son los de marrón, uno de esos tiró una bomba, por dios, por dios, hagan algo.

El agente sujetó con mejor firmeza su arma. Buscó a los marrones con la mirada y notó que eran varios. En algo raro andaban seguro. Ante la incertidumbre comenzó a empujar gente. Sin dudar de nosotros enfiló hacia los de la guardia privada. Una señora, a mi lado repetía el padre nuestro. Otro, se apresuraba a terminar un sanguche de milanesa recién comprado, con tomate y lechuga. Apuraba su posible último bocado. Que me importa el fin del mundo, yo esto lo pagué. Y se sumaba a la fila que empujaba hacia afuera. Como nosotros. Escapando, a la vez que más adentro estábamos. La complicidad era para mí casi un nuevo apellido. Balas. Muertos. Llamas. Verdades. Mentiras. Una historia con esos tópicos seguro no terminaba bien, no al menos para alguien como yo. El entramado tan complejo que se desarrollaría ante mis ojos era incomprensible de momento. Éramos muñequitos corriendo de un lado a otro. Subimos la escalera entre pisotones y golpes hasta la vereda, donde más policías de azul recién llegados nos recibían hacia el aire libre. Estaban desconcertados. Víctimas corriendo tras una salvación momentánea. Podemos salvarnos hoy, ¿y mañana? Creemos respirar por una buena razón. Todos los eslabones hacia atrás encajan perfectamente. El problema es hacia delante. Una vez en la vereda corremos junto a la demás gente desesperada. Adolfo me toma del brazo y me tira hacia un costado. Mientras salíamos comienza aflorar el humo de la lacrimógena. Se escuchaba el toser de la gente. Lo miré y le puse cara de persona normal. De reproche. Estábamos llamando mucho la atención. El trabajo no me convencía. Mi vida no era el triunfo pero tampoco quería esto.

_ Vamos, es todo por hoy.

Mi tío mantenía los nervios firmes como alambrees de acero. Para el nada de lo ocurrido parecía afectarle. Nos escurrimos entre la gente asustadiza que esperaba más que una simple bomba de humo. Esperaban el momento decisivo. El horror desprolijo del fin que se avecina. Algunos, una vez que se encontraron a resguardo, mientras eran abrazados por miembros de la seguridad civil gritaban nombres, agrupaciones políticas, todo lo que vivían hoy era consecuencia del pasado. Humo tóxico. La historia era una gran nube toxica. Y gente corriendo. Escapando de un final que sabía a limite, y a condena.





Continuará…


 
 
 

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