EPISODIO SIETE
_ Pisá el acelerdor y ponésela al de adelante. Yo me encargo de los que tenemos atrás.
Bueno, eso era una orden. Debía cumplirla, así que estiré la pierna para pisar el acelerador cruzándola por sobre la palanca de cambio, quedé pegado a Silvani. Cuerpo a cuerpo. Olía a pinos frescos.
_ No le hagas caso flaco. No tenés idéa dónde te estás metiendo.
Suspiré. No miré hacia delante. Sujeté fuerte el volante, y aceleré.
La trompa del Mercedes se hundió contra la parte trasera del auto de Legión. El simbolito sagrado fue a parar a la mismísima mierda. Estallaron plásticos hacia todos lados. El impacto lo sentí en todo el cuerpo. Silvani no perdió tiempo y aferró una de sus manos a mi cuello. De repente, el mundo se había quedado sin oxigeno. Adolfo estiró su brazo por la ventanilla trasera y comenzó a disparar hacia nuestros seguidores. Era imposible para mi saber si daba en el blanco o no. Ni tampoco me preocupó que hiciera fuego y vaya a saber uno a quien le daba. De momento tenía un problema que resolver. Comencé a usar mi codo como arma. Una y otra vez le daba golpes certeros contra la cabeza de mi acompañante de asiento. Lo único que yo quería era un poco de aire pero el hijo de mil putas no largaba. Golpeé con más fuerza mientras que los disparos retumbaban llenando el interior del auto de olor a pólvora quemada. Uno de los golpes que lancé parece que cumplió su cometido y por fin Silvani sacó su sucia mano de mi cuello. Aire. Respiré creo como nunca lo había hecho en mi vida. Y cometí un error: Dejé de pegarle a Silvani. Esté aprovechó para girar el volante e intentar frenar. Me tiré sobre él para obstaculizarlo. El auto giró salvajemente, pegó contra un cordón dando un ruidoso brinco, luego retomó su marcha, dificultosa marcha. Nunca dejé de presionar el acelerador. Todo ocurría demasiado rápido. Necesitaba un descanso. Adolfo gritó con voz rasposa que no dejara de acelerar. Mientras sacó el cargador de su arma y puso uno nuevo. La pistola pareció desarmarse y volverse a armar en sus manos. Yo quería poder hacer lo mismo. Se la apoyó en la nuca a mi contrincante y dijo:
_ Si lo tengo que hacer lo hago. Así que quedate quieto carajo.
En mi pecho el corazón bramaba por salir. Bajarse del auto y volver a casa. La seguridad hogareña. La vida estática. Abrir la heladera y no encontrar nada. Buscarle forma a las manchas de humedad del techo. Conseguir un plomero honesto. Espiar a la vecina. Pagar luz y gas a tiempo. Todas esas cosas quedaban tan lejanas que asustaba. La vida no era una película. Acá no había finales alternativos. Los daños dolían. Por siempre.
Los móviles de Legión no aminoraban su marcha. Seguían pegados a nosotros. Yo me aferraba al volante como si fuera un salvavidas flotado en medio del Pacífico. Con una pierna evitaba que Silvani apretara el freno, con la otra aceleraba, ya estaba prácticamente sentado sobre él. Sentía su mirada clavada en mí.
_ Voy a encontrarte- Dijo lentamente, mirándome en forma amenazadora.- y el dolor va a ser insoportable, vas a pedir a gritos que te mate.
Seguía en su tarea efectiva de asustarme.
_ Adolfo, ¿Qué hacemos?
_ Hay que salir de acá. Cambio de plan. Vamos a detenernos y correr.
_ ¿Y con éste que hacemos?
_ Viene con nosotros. Preparate para saltar, yo cubro la retirada.
_ ¿Acá?
_ Claro, yo me encargo del paquete. Vos corré.
_ ¿Hacia dónde?
_ Hacia adelante.
Hacia adelante. El automóvil que habíamos colisionado disminuía la velocidad y se acercaba a nosotros. Su parte de atrás había quedado destrozada, el Mercedes no tanto. La supremacía alemana por sobre la francesa quedaba de nuevo probada. Intenté focalizar mi vista al interior de éste. Sólo sombras gesticulando con los brazos hacia todos lados, parecían sacados de una escena de La guerra del fuego. Pero de pronto lo que quedaba del vidrio salió inpulsado hacia fuera al parecer de una patada, no podría especificar porque realmente el miedo hacía que no pudiera retener lo detalles. Aunque parezca extraño, mientras todo esto ocurría no quería olvidar cuál era mi trabajo. Mi percepción debía superar lo límite de la situación tan delicada que vivíamos y captar el instante, para luego poder describirlo a la perfección. Que el lector se sienta atrapado en el auto. Que comprenda que todos los involucrados ahí jugábamos nuestras vidas por nada. O mejor dicho por la historia. Mientras observaba ese entretejido de vidrio que era la luneta trasera flotar en el aire en cámara lenta, noté que uno de los simios de Legión asomaba tímidamente y apuntaba hacia nosotros una escopeta de cartuchos con caño recortado. Luego el estruendo. Me agaché sólo por reflejo dándome la cabeza contra el torpedo. No fue un golpe importante pero sumaba confusión a todo. Silvani se cubrió con su brazo libre. Al otro lo tenía ocupado tratando de alejarme de su cuerpo. Muy hacia mi derecha sentí la perdigonada atravesar el espacio como pequeñas abejas de metal furiosas. Chapa y parte del tapizado crujió. Adolfo gritó.
_ ¡Clavá el auto de una vez!
Tiré el freno de mano por entre mis piernas y tiré del volante hacia mi lado, afuera todo giraba, los bocinazos desesperados de esos autos que nos esquivaban me empujaron a gritar para hacerme entender.
_ ¡Agarrate Adofo que volcamos!
Al menos eso creí, la fuerza de ese giro inesperado mientras nos deteníamos de golpe hizo que me aplastara aún más contra Silvani que empezó a tirarme peligrosos tarascones como perro de cancha. Alejé mi cara de la suya hacia atrás. El auto al fin se detuvo. Quedamos de costado, cruzados justo en medio de la avenida.
_ Bajá y corré para la esquina, -Me señaló cuál con un rápido movimiento de cabeza, apenas perceptible.- un vez que la dobles caminá tranquilo. Mirá siempre hacia abajo.
_ ¿Y vos?
_Yo ya voy.
Bajé del auto alemán y me encontré con el caos que estábamos creando. Gente tirada en el suelo. Autos detenidos sin conductores, las puertas abiertas y en un caso en particular el estéreo a todo volumen. Una voz se exprimía en un grito contenido. Me lancé a correr subiendo por la vereda, varias personas corrían en sentido contrario, los esquivé con las manos tapándome la cara. Tal vez uno pensó que estaba herido porque amagó a sujetarme con sus brazos pero lo aparté de un empujón. Detrás, nuevos disparos tronaron. Una seguidilla de cuatro, y en respuesta otros dos. Por suerte, la policía nunca estaba donde tenía que estar, sino todo se complicaría aún más. En la esquina un rubio lindo sacaba fotos, al pasar junto a él no me quedó otra que manotearle el teléfono. Por rubio y metido. Me tiró un golpe impreciso que apenas sentí en la espalda, apurado por la urgencia del momento giré y lo emboqué tan justo en la nariz que se la iban a tener que despegar de la nuca, murmuró algo en un idioma que desconocía, luego, su cara era toda sangre. A mi costado pasan Adolfo y Silvani tomados del brazo y caminando disimuladamente, como si nada.
_ ¡Te dije que caminaras!
Me sumé a ellos sin mirar hacia atrás. Quedando Silvani en medio.
_ Ahora sí que la cagaste, Dogo.
_ Al subte…- Indicó Adolfo.
_ Tío, ahí dentro seguro hay algún policía.
_ ¿Se te ocurre otra cosa? Con el quilombo de gente que hay ahí abajo va a ser más fácil escapar.
Más hombres de Legión giraron por la esquina hacia nosotros.
Ahí estaba frente a nuestros ojos, el tragadero de hombres hacia las fauces de la tierra, mucha gente entraba y salía a ritmo de hormiguero.
Continuará…